Portear también abraza tu historia
Recuerdo la tarde en que me senté en el borde de la cama, con el fular enrollado entre las manos y el silencio de la casa como testigo. Afuera llovía despacio y dentro, con ese ritmo lento que solo traen los recién llegados, mi bebé respiraba pegado a mi pecho. Fue en ese instante —entre el latido pequeño y el mío— que entendí que El vínculo también abraza tu historia. No era solo una técnica para sostener a un cuerpo; era una manera de sostener una memoria, una pena, una esperanza.
La primera vez que me vi en sus ojos
Me miró con esa mezcla de asombro y confianza que tienen los bebés. En su mirada se reflejaban mis manos, las arrugas nuevas, las noches en vela. Sentí que portear no solo sujetaba su cuerpo sino también las historias que traía conmigo: la de mi propia infancia, la de pérdidas que había callado, la de decisiones que todavía resonaban en mi pecho. Empecé a entender que Portear también abraza tu historia no era una frase bonita, sino una invitación a mirarte por dentro.
A medida que caminaba por la casa, el movimiento del fular era como pasar las páginas de un libro. Cada nudo, cada ajuste, era un recordatorio de que estaba permitiendo que algo vivo tocara mi historia. El acto de acercarlo a mi corazón me obligaba a reconocer aquello que, a veces, prefería dejar en la sombra.
De a poco, una conversación silente
Las primeras semanas fueron de aprendizaje: cómo acomodar al bebé, qué respiración le calmaba, cuándo el llanto pedía alimento y cuándo pedía abrazo. En ese proceso, surgió algo inesperado: reconectar contigo —conmigo— empezó a ser tan urgente como alimentarlo. Mientras lo mecí, me descubrí recordando a mi madre, las canciones que me cantó, las manos que me bordaron calma. Y también, con ternura y sorpresa, reconocí los duelos que había pensado olvidados.
Portear no es solo ergonomía; es una práctica íntima que puede abrir puertas internas. Si te acercas a ese abrazo con curiosidad, el cuerpo del bebé puede convertirse en espejo de tu propia historia.
Hubo días en que, envuelta en tela, dejé que las lágrimas bajaran sin prisa. No eran lágrimas de angustia única, eran de reconocimiento: por lo que había vivido y por lo que ahora permitía vivir. El fular, cálido y tenso, contenía más que al bebé; contenía la posibilidad de reconciliarme con partes de mí que necesitaban ser vistas.
Un paseo que se convirtió en ritual
Comenzamos a salir a caminar por el barrio. La ciudad, con su ruido, parecía más amable cuando la percibíamos juntos desde esa cercanía. En cada paso, sentía que El vínculo también abraza tu historia se hacía real: el movimiento suave activaba recuerdos, canciones, abrazos antiguos. Empecé a anotar sensaciones, palabras sueltas que surgían mientras avanzábamos. Aquellas notas se convirtieron en un mapa que me ayudó a mirarte por dentro de una forma más compasiva.
En una de esas tardes, encontré un artículo que hablaba de maternidad lenta y de sanar a través del contacto. Lo guardé con curiosidad y más adelante, cuando quise profundizar, revisé historias que hablaban de procesos parecidos: una llamada a reconectar contigo sin prisas. Esa lectura llegó en el momento justo. Ver otras voces narrando pasos pequeños hacia la sanación me permitió sentir que mi experiencia no estaba aislada. Había un hilo común: el cuerpo, el vínculo y la paciencia como herramientas.
El silencio que habla
A veces, en la quietud de la noche, cuando el mundo parecía haberse reducido al respirar del bebé y al mío, ocurrían pequeñas revelaciones. Me preguntaba qué partes de mi historia necesitaban ese contacto para aflojarse: una pérdida no nombrada, un cambio que había temido, una decisión que me había alejado de mi propia ternura. Portear me daba permiso para mirarte por dentro con suavidad, para poner atención sin apurar el proceso.
Fue en esa calma que entendí que la cercanía física permite un reencuentro emocional. No es que la tela fuera mágica; la magia estaba en la repetición, en la atención sostenida, en dejar que el latido del otro fuera un metrónomo que marcara el paso hacia mí.
Cuando sostienes a tu bebé cerca, estás practicando una forma ancestral de diálogo: el cuerpo habla y la historia responde. Escuchar ese diálogo es un acto de valentía y ternura.
Sanar en compañía
Con el tiempo, las caminatas, las noches compartidas y las pequeñas rutinas fueron tejiendo algo nuevo. En reuniones con otras madres y cuidadores, escuché relatos similares: cada uno llevaba un equipaje distinto, pero todos coincidíamos en la sensación de que el contacto sostenido nos permitía procesar lo que antes parecía demasiado pesado. Fue entonces cuando comprendí que El vínculo también abraza tu historia no solo en lo individual, sino en lo colectivo.
Recuerdo otra historia que leí y que me hizo pensar en cómo el porteo puede ser una herramienta de reparación: no borra el pasado, pero sí ofrece un espacio donde mirarlo sin agresión. Al leerla, sentí alivio. No porque prometiera soluciones mágicas, sino porque nombraba procesos reales: acompañamiento, tiempo, observación. Fue un recordatorio de que sanar puede ocurrir en pequeños gestos repetidos: una caricia, un ajuste del fular, una canción susurrada al oído.
Los pequeños rituales que transforman
Empecé a crear rituales sencillos: un minuto de respiración profunda antes de atar el fular, una canción que cantábamos solo nosotros, una frase que me decía en voz baja cuando sentía que la nostalgia me ganaba. Esos micro-rituales fueron cambiando mi relación con la historia que traía. Le quité dramatismo y añadí presencia. reconectar contigo dejó de sonar como un mandato y se volvió una invitación suave.
Algo curioso ocurrió: al cuidar de ese vínculo, mi capacidad para mirar otras partes de mi vida con ternura se amplió. Las decisiones que antes parecían urgentes ahora podían esperar; las pérdidas empezaron a ocupar un lugar distinto, menos afilado. Portear se había transformado en una práctica que sostenía tanto al bebé como a mi proceso interior.
La sanación no siempre es lineal. A veces avanza en círculos. El abrazo constante —físico y simbólico— nos acompaña en ese recorrido.
Miradas hacia adelante
Hoy, cuando atamos el fular, lo hago con otra intención. No es solo por comodidad o por cercanía; es una decisión consciente de permitirme sentir. Me permito mirarte por dentro sin prisas, con curiosidad. Me permito aceptar que algunas cicatrices necesitan tiempo para aligerarse, y que el contacto sostenido puede ser la herramienta que las convierta en parte de una historia más rica.
Si estás leyendo esto y sientes que hay algo en ti que pide ser mirado, te ofrezco una palabra que me acompañó: paciencia. No la paciencia pasiva, sino la paciente atención que se practica en cada ajuste del fular, en cada paseo en silencio, en cada noche en que sostienes sin pedir nada a cambio. Portear también abraza tu historia —no la borra—, pero sí te permite reencontrarte con ella desde la ternura.
Una invitación final
Te invito a mirarte con la misma ternura con la que sostienes a tu bebé. Permítete reconectar contigo a través de esos gestos cotidianos. Si te interesa explorar historias cercanas a esta experiencia, las lecturas que guardé y que mencioné más arriba pueden ser un acompañamiento útil. Cualquiera que sea tu camino, recuerda que el vínculo que construyes ahora será un lugar de memoria y también de transición, un abrazo que guarda pasado y abre futuro.
Y si alguna tarde te encuentras en el borde de la cama con el fular entre las manos, y la lluvia afuera o el silencio adentro, haz una pausa. Siente el latido, mira hacia adentro y deja que el abrazo —el real y el simbólico— te abra un poco más. Porque portear es también ese acto: una forma de decirte, suavemente, que estás aquí, que tu historia importa y que mereces ser abrazada.
Para quienes desean profundizar en estos beneficios y conocer más historias de porteo y crianza consciente, los artículos Maternar sin prisa. La historia de una mamá que encontró en el fular su camino para bajar el ritmo y ¿Y si portear tambien sana?
