Algo inesperado empezó a ocurrir: cada vez que portaba a mi bebé, también sentía que abrazaba a la parte de mí que aún lloraba la pérdida anterior. El duelo gestacional no desapareció, pero dejó de sentirse como un enemigo. Empezó a sentirse como una herida que podía convivir con nuevas experiencias de amor.
Aprendí que mi cuerpo no había fallado. Mi cuerpo estaba aquí, sosteniendo, calentando, protegiendo. Mi cuerpo estaba reconstruyendo su confianza paso a paso. El porteo se convirtió en una manera de recordarme que mi capacidad de cuidar seguía intacta.
No es que el porteo cure el duelo. Es que te ofrece un lugar donde acompañarlo sin sentir que te ahoga.
Bajar el ritmo, sentir más, exigirse menos
En medio de esa búsqueda, me encontré con lecturas como Crianza sin prisa: el fular como herramienta para bajar el ritmo. Ese mensaje me llegó directo al corazón. Yo venía de meses de aceleración emocional, de miedos, de exigencias, de vigilancia constante. Necesitaba parar, pero no sabía cómo.
Comencé a portear más despacio, a caminar sin prisa, a dejar que cada paso fuera un recordatorio de que el ritmo podía ser suave. Que no tenía que demostrar nada. Que sanar también es un camino lento, y que ese ritmo lento no era un retroceso, sino una medicina.
No sanar sola: la importancia de la comunidad
Compartir lo que vivía con otras madres fue un alivio enorme. Muchas también habían perdido embarazos anteriores. Muchas habían sentido ese miedo silencioso que se instala incluso en los momentos felices. Y varias, como yo, habían encontrado en el porteo una manera de regular sus emociones y sentirse acompañadas por sus propios cuerpos.
Esas conversaciones me enseñaron que el duelo gestacional no debe vivirse en soledad. Que hablarlo, llorarlo y abrazarlo con otras mujeres puede sostener tanto como un fular en el pecho.
Mi cuerpo volvió a sentirse hogar
Lo que más agradezco de este camino es que, gracias al contacto piel a piel, volví a sentir mi cuerpo como un lugar seguro. No un cuerpo que falló, sino un cuerpo que siente, sostiene, abraza y acompaña. El fular me ayudó a mirar mi historia completa: la pérdida, el miedo, la llegada de mi bebé, la reconstrucción, las pequeñas victorias diarias.
Hoy sé que portear no borra la herida, pero sí puede convertirse en un espacio donde la herida deja de doler sola.
Lo que aprendí y deseo compartir
Después de todo lo vivido, entendí que:
— El duelo gestacional merece ser nombrado y acompañado.
— El porteo puede ofrecer consuelo tanto al bebé como a la madre.
— El contacto piel a piel puede ser profundamente terapéutico.
— No hay prisa en la maternidad; hay ritmos que sanan.
— Pedir ayuda es un acto de amor, no de debilidad.
Un cierre que sigue abierto
Hoy, cuando me ato el fular y abrazo a mi bebé, lo hago con gratitud. Sigo sanando, sigo aprendiendo, sigo transformándome. Y aunque mi historia empezó con una herida profunda, hoy también está hecha de encuentro, de calma y de un amor que se reconstruye cada día.
No puedo decir que el duelo se haya ido, pero sí puedo decir que lo llevo con más suavidad. Y que, para mí, sí: portear también sana. Sana despacio, sana desde la piel, sana desde la presencia.
Para quienes desean profundizar en estos beneficios y conocer más historias de porteo y crianza consciente, los artículos Porteo y Autocuidado: Testimonio sobre cómo encontrar equilibrio emocional al portear, para ti y tu bebé y Crianza sin prisa:el fular como herramienta para bajar el ritmo
